28 octubre 2011

En su piedad por amor

Ellos sabían lo que habían hecho y por eso querían que pagaran. Él no era el único culpable; ese juego comenzó de a dos.

Leticia no era feliz con su vida, estaba casada y tenía dos hijas. Ella decía que sus hijas eran los únicos hilos que dibujaban su sonrisa, esa sonrisa que siempre figuraba en su rostro pero no en su alma. Su marido, Basilio, era un vasallo del Rey Guillermo y también era su administrador personal, cargo que favorecía a la familia y que la colocaba en una clase acomodada.

Sin embargo, Leticia estaba en busca de su felicidad pero al obtener una respuesta que no era respuesta y en realidad un vacío constante, pensaba que era en vano; un día estaba acompañando a su esposo al reino por unos trámites administrativos y fue allí cuando lo vio. Su mirada quedó iluminada ante tanta hermosura, su corazón palpitó cada vez más rápido y supo que algo significaba.

Él la miró fijamente y no sabía qué hacer; estaba petrificado y sin aliento. Nunca antes se había sentido tan eufórico, tan lleno de vida.

Samuel era un campesino que trabajaba para Basilio y eran amigos, pero nunca había hablado de él con Leticia ya que la relación estaba muy tensa últimamente. Luego de esto, ella retornó hacia el castillo, pensativa, y se quedó con su esposo.

Varios días después, Samuel estaba en el campo, labrando la tierra. Ese año tenían una muy buena cosecha y seguían empeñándose en mejorarla. Detrás de unas cercas, ella lo observaba como si no pudiera dejar de mirar, como si fuese a morir si lo hacía. Era tanta la euforia en ella que se animó a hablarle; cuando se dio cuenta de que lo llamaron, Samuel se volteó y fue allí cuando vio de nuevo a su ángel. Le sonrió y besó su mano en un gesto de cordialidad. Caminaron por los campos y charlaron toda la mañana hasta el anochecer; se sentían tan en paz como si el sol estuviera a su lado, dándoles esa cálida compañía que reconfortaba sus almas.

Al retornar cada uno a su hogar; era inevitable dejar de pensar el uno en el otro. Eran como un alma en dos cuerpos, y extraños a la vez.

Al otro día, Leticia fue nuevamente al campo y esta vez él la invitó a su hogar para charlar mejor; su respuesta fue muy obvia. Toda la tarde hablaron de ellos, de sus familias, de sus gustos y de sus ideales con respecto a la vida.

Salieron al campo y caminaron hasta descansar bajo un árbol que parecía un gran nogal. Estaban enamorados por más raro y pronto que parezca; fue como la intensidad de mil soles cuando sus miradas se encontraron, y como la paz del Paraíso cuando sus labios lo hicieron. Hubieran deseado que no haya sido tan eterno ya que fue la amenaza que detonó la furia en Basilio.

Corrió como una bestia hacia ellos y con un golpe seco en el pecho, derribó a su amigo.

Leticia lloraba desesperadamente y no podía hacer nada al respecto.

Samuel, inconciente, yacía en el piso y los puños de Basilio seguían sobre su pecho. Parecía poseído por el mismo demonio y su mirada era como una hoguera, fija y desconcertante; Leticia sentía miedo y furia a la vez, a tal punto de reaccionar y tratar de calmar a Basilio pero él la apuñaló con un facón en el hombro.

Al notar que Samuel no respiraba, sacó nuevamente el facón de su bolsillo y lo clavó en su corazón; Leticia no pudo dar ni un solo pestañeo, era vencida por la mayor tristeza que inundaba su alma, impulsada por la ira de su esposo. La culpa la consumía lenta y dolorosamente, como se consume el papel ante el fuego.

El cielo se tiñó de negro y Basilio dio por muertas a aquellas personas que le habían hecho tanto bien, pero que luego lo habían matado en todos los sentidos; como un lobo solitario, se fue y se perdió en la oscuridad de esa noche.

Leticia, destruida, se arrodilló e inclinó ante el cuerpo sin vida de su amado y rogó a Dios perdón por lo que ella había causado. Al estar herida por la puñalada, su sangre se mezcló con la de Samuel y tiñó sus ropajes. Sus lágrimas caían en su cara y salpicaban la tierra haciéndola rugir; en el cielo, una pequeña luz resplandecía y comenzaba a bajar sobre Leticia.

A lo lejos se veía una multitud enardecida que se acercaba a ellos como una jauría de lobos hambrientos. Tenían que pagar por su pecado, debían morir. El fuego de las antorchas resplandecía en la oscuridad y su humo enviciaba el aire; Leticia se daba por muerta, su alma se sentía desgarrada, a la deriva. La multitud se iba acercando y de pronto cayó un rayo en la tierra y esa luz se posó sobre ella. Miraron, estupefactos y se detuvieron alrededor. Un segundo rayo cayó sobre los árboles y estos se derrumbaron; todos sintieron escalofríos y un miedo que les heló la sangre. Se dispersaron por todas partes y el campo se halló solitario nuevamente, sólo albergando a dos grandes fuerzas.

Cuando la luz se hizo tenue, un pelícano sangraba sobre Samuel reviviéndolo de a poco. Luego de las últimas gotas que dieron pálpito a su corazón otra vez, el pelícano miró a Samuel y voló hacia el cielo, desapareciendo entre las nubes y dejándolas tan claras como la mirada del atardecer.

Al despertar, Samuel no entendía cómo estaba vivo pero su incertidumbre se esfumó cuando recordó la primera vez que miró a Leticia y sintió que ella le había devuelto la vida.

Sabía que había muerto a mano de su mejor amigo, sabía que lo había traicionado, lo sabía, pero si estaba vivo era gracias a su amada, gracias a esa única persona que limpió su pecado y lo revivió, esa única persona que lo amó verdaderamente; decidió exiliarse en lo profundo de su mente para olvidar algunas cosas y recapacitar, pero nunca olvidar esa mirada que lo reconfortó y lo hizo sentir amado como si el sol estuviera con él, esa mirada que como un beso lo hizo realmente feliz.


Florencia Gallardo.

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